El sábado por la tarde
cogí a mi madre y la monté en el coche con dirección a Elche. Mi
amiga Reme, que es más triste que una playa sin sol, se colgó
también. Hubo que dejar a la Viruta en la guardería de perros.
Cinco euritos la hora, sin comida; mi madre, antes de dejarla,
se encargó de cebarla bien por medio de una tarta de chocolate con
su nombre escrito con nata. Mi padre tenía baile de salón y no lo
iba a perdonar por quedarse con esa barra de mortadela con patas que
ladra. El hombre sigue requebrando a todas las señoras del barrio en
sus ratos de soltería pasajera y entiende que un chucho no puede ser
un obstáculo para ese ratito de solaz senil y verde.
Tras abandonar a la
Viruta a su
suerte (ni lloró la muy cabrona),
enfilamos la carretera de Elche para asistir al concierto de la Niña
Pastori. Eso de la música en directo combinada con las urgencias de
la crisis está de perlas: ahora cualquier artista se tiene que batir
el cobre dándolo todo en un escenario si quiere llegar a fin de mes
y pagar la máquina de rayos uva. Antes bastaba con vender unos
discos, hacer unas cuantas galas y anunciar foie gras
Apis para vivir en condiciones. El único que pudo escapar con el
techo asegurado fue la larga del Ramoncín. El resto, a cantar y a
bailar. Claro que la música en directo tiene sus contraindicaciones:
sangría total por la espabilación
de los promotores (80 pavos del ala que pagué por mamá y por mí),
niñatismo y dolor de pies, pero la Pastori se lo merece todo. Sí,
lo sé, que es morralla flamenca, flamenquito, música comercial...
Eso me dicen en el trabajo. Mira que lo he intentado con el flamenco
grande; incluso un día fui a ver a la carajaula de la Esperanza
Fernández y me aburrí bastante. Es verdad que la Niña Pastori es
también un cromo (supongo que el Photoshop
lo usa como otras las pinturas de Avon); aun así admiro su gracejo
natural a pesar de que soy consciente de que su música nace con
vocación de banda sonora de Vuelta Ciclista a España.
En
fin, que allí llegamos con una gresca tremenda formada en la
taquilla. Un tipo enano me pegó un codazo y (creo) quiso sustraerme
las entradas del bolsillo del abrigo aprovechando el tumulto. Una vez
dentro, conminé a mi madre para que fuéramos al servicio antes de
sentarnos. Una cola de poliúricas se apretaba en fila india cuando
vimos a un grupo de desalmados que destrozaba las ventanas del baño
para colarse en el concierto. Cristales y peñascos saltando por los
aires y mujeres embutidas en vestidos de rafia corriendo
despavoridas. Volví a ver al enano con los ojos inyectados en sangre
cabalgando hacia el interior de la sala. Frenesí flamenco para oír
música por la patilla. “Ni de coña”, me dije. Le puse un pie
por en medio al tipejo y vi como se comía el quicio de la puerta.
Maltrecho, fue llevado por los de seguridad hasta el exterior. Buena
soy yo.
El
concierto estuvo resultón. La Reme bostezó mil veces y mi madre
durmió directamente, llamando en sueños a la Viruta. Un golferas me
agarró de la cintura en un intento de confraternizar en el baile de
una rumba. Lo mandé a la mierda porque el tío me preguntó que si
yo era gitana. Nada: bises ahumados con candela de paja y de vuelta a
casa hecha trizas. No hay nada como volver a la cama tras una noche
de música.
Estimada Mariluz,
ResponderEliminarAdvirtiendo la incansable labor de acompañamiento que realiza a sus señores padres, le adjunto el siguiente enlace por si resultara de su interés:
http://www.tercera-edad.org/salud/actividades.asp
Es usted admirable, y creo que empiezo a amarla.